Blade Runner 2049

La verdad es que Denis Villeneuve (director, entre otras, de Prisioneros, Sicario y La llegada) no lo tenía nada fácil para que Blade Runner 2049 estuviera a la altura de su predecesora. Considerada como una de las mejores películas de ciencia ficción de la Historia del Cine, Blade Runner (Ridley Scott, 1982) es una maravillosa película que mezcla postmodernidad, futurismo y cine negro. Las expectativas estaban servidas. Blade Runner 2049 se convertía así en uno de los estrenos cinematográficos más esperados del año.

¿El resultado? Pues muy lejos de alcanzar la excelencia de la cinta de los años ochenta, la película de Villeneuve tiene algunos aspectos interesantes a tener en cuenta.

El argumento, algo flojo a mi parecer, nos vuelve a adentrar en un mundo distópico, hostil y apocalíptico en el que conviven replicantes y humanos y en el que se nos vuelven a hacer las mismas preguntas de hace 35 años: ¿quiénes somos en realidad?, ¿qué hace humano a las personas?

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La historia sigue al agente K (Ryan Gosling), un blade runner caza-replicantes del Departamento de Policía de Los Ángeles que durante una misión descubre un secreto crucial para el futuro de la sociedad. Empezará así una investigación que le llevará a contactar con el legendario blade runner Rick Deckard (Harrison Ford), que se encontraba 30 años en paradero desconocido. No entraremos en más detalles por si alguien no la ha visto todavía.

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Para crear su distopía futurista, Villeneuve tomas aspectos que ya habíamos visto en la película de Scott y que por tanto nos resultan familiares, como los coches voladores y las pantallas gigantes e introduce el uso de hologramas, uno de los puntos fuertes de Blade Runner 2049. También toma de la cinta de 1982 el ritmo pausado y las escenas lentas y reflexivas, algo que tanto me impactó entonces y que en la nueva cinta se me antoja vacío, carente de profundidad.

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El uso de luz crepuscular, el color dorado y la simbología mitológica hacen de la película una continua sucesión de imágenes imponentes y de gran belleza. Aquí es donde reside para mí el verdadero interés de la película. Las imágenes se imponen al argumento y al mensaje, que son de escasa transcendencia. Prevalece la forma frente al contenido.

Esto unido a la duración del metraje, 163 minutos que se hacen excesivamente largos, consiguen que caiga irremediablemente en la nostalgia y que salga del cine con unas ganas locas de revisionar la película de 1982. Aquello sí que era novedoso.

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