Esperamos en unas butacas muy cómodas. De pronto, todo se vuelve negro y aparece un personaje que se mueve de forma extraña por el escenario interactuando con unos brazos intermitentes que entran y salen de escena cuando menos te lo esperas. Todavía no sabemos a dónde nos ha traído la oscuridad inicial, pero varias pistas nos indican que no estamos ante una obra convencional. “Caronte y las ventanas indiscretísimas”, título peculiar donde los haya, ya que mezcla mitología griega y referencia cinematográfica, aunque también podríamos decir mitología griega y mitología del siglo XX porque el señor Hitchcock ya pertenece al Olimpo de los Dioses, es una comedia absurda y oscura sobre nuestra responsabilidad como seres vivos. Pero ubiquémonos: estamos ante un personaje de apariencia burtoniana con ingredientes que a veces recuerdan a los mejores momentos de Jack Sparrow, qué casualidad que Johnny Depp esté relacionado con las dos referencias, buenas referencias al fin y al cabo para crear a un personaje siniestro, extravagante y por momentos estridente.
A estas alturas ya damos por hecho que estamos ante Caronte, aunque él se empeñe en autodenominarse Señor Sin Nombre, el barquero que transportaba las almas de l@s muert@s en su barca a través del río Aqueronte hasta el Hades, el lugar del descanso eterno. Aunque no transportaba las almas por amor al arte, el pago de un óbolo, colocado previamente durante las exequias debajo de la lengua, era obligatorio para poder subir a la barca. De lo contrario, nos podíamos ver vagando por la orilla del río durante cien años, tiempo que estimaba el barquero necesario para poder cruzar el río sin pagar.
Pero no nos equivoquemos, Harold Zúñigan, no ha querido darnos una simple clase de cultura clásica, sino que aprovecha el mito para escurrirlo y sacarle unas cuantas gotas de existencialismo. ¿Valoramos realmente nuestra vida? ¿Dura demasiado o demasiado poco? ¿Aprovechamos el tiempo que se nos da o dejamos que pase ante nuestros ojos? Quizás la mayor parte del tiempo vemos la vida a través de una ventana, indiscreta o no, en lugar de salir fuera y disfrutarla. Quizás estamos demasiado cómod@s en nuestra butaca viendo la obra de teatro de nuestra vida en lugar de interpretarla y ser protagonistas.
La Comodidad, ese es el mantra que se repite durante toda la obra de forma mullida y aletargada. La Comodidad como actitud, La Comodidad como droga, La Comodidad como autocrítica que deberíamos hacer. Y resulta irónico que, precisamente, Caronte no está nada cómodo con la vida que tiene y por eso pretende abandonar sus obligaciones como barquero para vivir tranquilamente en el Hades. Pero no puede irse sin más, alguien tiene que ocupar su puesto y es aquí cuando tiene lugar la llegada repentina de dos personajes completamente desubicados, una hermana y un hermano que no reconocen el lugar en el que han aparecido por arte de magia. Un lugar más allá del tiempo y el espacio custodiado por un bufón manipulador y escurridizo que podría haber escapado perfectamente de la imaginación de Lewis Carroll.
Un personaje capaz de detener la acción a su antojo o de romper la cuarta pared para convertirse en un espectador más mientras vemos por qué la muerte se cruzó en el camino de l@s recién llegad@s. Y es que es así como ocurre, la figura de la guadaña no pide permiso. Pensamos que todo está en orden, que vivir es respirar y poco más, y al segundo siguiente la obra ha terminado. Pero no nos desanimemos porque, quién sabe, puede que cuando se cierre el telón siga habiendo vida entre bambalinas. De todas formas, hasta que llegue ese momento, voy a levantarme de esta butaca comodísima para dejar de ser espectador. Eso sí, con un óbolo a mano por lo que pueda pasar.