Según la RAE, “arte” es aquella manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros. No sé qué opinaréis vosotr@s, pero a mí me parece una definición insuficiente. La función principal del arte es comunicar una idea y esa idea puede ser entendida o no por el público, ya que es una cuestión de interpretación, y eso es precisamente lo interesante del asunto, la subjetividad sobre la que se cimenta el concepto de arte. Por lo tanto, cualquier definición estará siempre incompleta, porque la propia definición de lo que es arte siempre estará en deuda con la subjetividad. Entonces, ¿cómo podemos definir este concepto tan personal sin que suene a hueco? Esta es la primera pregunta que me vino a la cabeza cuando salí el viernes 22 de junio de ver Defectos Especiales de Adrián Bellido en Espai Inestable.
Llego a menos diez, cojo mi entrada, un botellín de cerveza y me fumo un cigarro en la puerta mientras hablo con una compañera actriz de lo difícil que es dedicarse a “esto”.
¿Quién nos iba a decir que minutos después la obra reflejaría esa misma desazón que nos come a much@s en la actualidad?
A las 20:00 en punto, pasamos por debajo del artículo de La Constitución que hay encima de la entrada: “acceso a la cultura. 1. Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”. Entramos en la sala. Miro la entrada varias veces. Busco mi asiento. Lo encuentro. Segunda fila. Perfecto. Vuelvo a mirar la entrada para verificar que efectivamente estoy sentado donde me toca. ¿Por qué soy así? La escenografía y la iluminación nos crean la ilusión de tres espacios bien diferenciados. Me llama la atención el espacio que hay al fondo en el centro compuesto por una mesa con caballetes llena de botes de pintura. Deseo que haya mucho juego en esa zona de la escena por el mero hecho de ver el caos desatado. Los otros dos espacios son mucho más pequeños. A la derecha el actor Héctor Fuster mira la tele embobado con pose infantil. A la izquierda, la actriz Cristina Oliva juega con un coche 4×4 dando rienda suelta a su imaginación. Primera imagen que nos lanzan al público: la infancia. Las butacas están llenas. Apagamos los móviles o los ponemos en modo avión. La sala se oscurece, la gente abre los cinco sentidos y empieza la función.
A lo largo de hora y media viajamos a través del presente y el pasado de Pablo y Sara para comprender sus inseguridades, sus anhelos y sobre todo por qué se necesitan. Pablo es un “artista” que no ha pintado nada en su vida pero ya se considera un genio que precisa de alguien para que escriba su historia, y aquí es cuando entra en escena Sara, una “escritora” que quiere escribir algo por primera vez. De esta forma se alían contra su propia mediocridad dando lugar a momentos tanto divertidos como patéticos en los que salen a relucir sus egos sobredimensionados. Podríamos haber asistido únicamente a la cómica lucha de Sara y Pablo contra su evidente incapacidad, pero Adrián Bellido decide sabiamente hablarnos también del lugar de donde vienen estos personajes desesperados por encontrar un camino y de la influencia de sus padres en sus vidas. Pablo, hostigado continuamente por su madre y la buena imagen de la familia, y Sara machacada psicológicamente por su padre, del que su madre se separó cuando ella era muy pequeña. Dos niñ@s encerrad@s en una jaula, como dicen en un momento de la obra, deseando escapar. ¿Escapar de sus familias? ¿Escapar de la realidad? ¿Escapar de ell@s mism@s? Seguramente escapar de todo eso y de todo aquello que les impida realizarse como artistas. Escapar de sus familias que solo quieren meterles en el molde que ellas consideran válido para que repitan una y otra vez los mismos pasos que su estirpe. Escapar de la realidad que les ha tocado vivir refugiándose en la pintura o la escritura donde poder crear su propia visión de las cosas. Y, por último, escapar de su propia jaula interior, ya que el peor enemigo de l@s artistas son ell@s mism@s, y para ello hay que autodestruirse, olvidar todo lo aprendido y crearse de nuevo. Volver a la esencia, volver al niñ@.
Decía Bukowski que escribir te empuja a lugares aéreos, te convierte en un extraño, en un inadaptado. Y es cierto, pero también hay que ser muy valientes para dejarse empujar a esos lugares igual que hacen Pablo y Sara enfrentándose al exterior que les cuestiona continuamente y, de la misma forma, también lo son Cristina Oliva y Héctor Fuster sosteniendo de forma admirable sobre sus hombros un texto atrevido y ácido en el que Adrián Bellido aborda un tema tan complejo como es el arte, y las consecuencias de rendirse a él en esta sociedad en la que todo lo que huela a cultura es etiquetado como producto defectuoso.
Cuando acaba la obra, la sensación es agridulce porque queda perfectamente expuesta cuál es la contradicción que sufre cualquier persona que decida emplear toda su energía y tiempo a una disciplina artística y, sobre todo, como suele ocurrir, sin tener la certeza de que en nuestro interior haya cierto talento siempre condimentado con ese miedo al fracaso. Sin embargo, lo que sigue empujando a Pablo y Sara hacia adelante es la esperanza de que esa posibilidad exista y la fe ciega en que hay algo dentro de ell@s que merece la pena ser escuchado. Una fe tan frágil como indestructible. Una religión monoteísta en la que son sus únic@s creyentes.
Días después de ver la obra sigo sin poder responder a aquella pregunta, pero no me preocupa porque creo que en realidad Defectos Especiales no pretendía dar una respuesta, simplemente tocar algunas teclas (niñ@ / ego / sociedad / autodestrucción) que nos sugieran una melodía. Una melodía que para cada persona puede ser distinta, pero igual de válida. Así que, que cada un@ cree su propia definición.