Relatos improvisados en Espai Llimera

El pasado jueves 12 de octubre tuvimos la valentía de plantarnos en el concurso de relatos improvisados que organizaba Espai Llimera, en Valencia. Un día muy apropiado para dedicar la mañana a hacer algo diferente.

Digo eso de valiente, porque por mucho que recalcaran eso de “no hace falta ser profesionales”, los nervios de colarte en un torneillo de cabezas pensantes, probablemente veteranas, tenía su no sé qué que achantaba un poco.

Bueno, pues al final nada de eso, el ambiente no podía ser más agradable, desenfadado, interesante y, por qué no decirlo, un tanto peculiar.

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Se trataba de un bajo con una antesala donde ponerte cómodo, que contaba con un par de sofás vintage, una decoración bastante molona, la barra (donde no faltaban ni vino ni birras) guardarropa y aseos. Me sentí bastante en casa.

El meollo se desarrollaba en el cuarto del fondo, una sala de luz tenue, mesas, asientos de todo tipo y una tarima para que el jurado y el presentador estuvieran más a la vista. No es por nada, pero el tipo que dirigía la explicación y más o menos “ponía cara al evento” me hizo reír todo el tiempo, se notaba que era su propósito, pero lo hizo perfecto quedándose en el umbral que separa el amísmo (perteneciente a la familia “amo”; véase también: crack, genio, personaje) de graciosillo.

Nos dieron las pautas de lo que debería ser nuestro primer relato improvisado y nos pusimos a ello. Hubo una segunda ronda, pausa para verte la cara un poco más de cerca con tus colegas escritores y darle un poco al vino, y vuelta al tema con dos rondas más de improvisación.

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Cabe decir que en el descanso nos sirvieron un aperitivo muy bien recibido, y que la copita de vino nos la agenciamos gracias al vale de consumición que repartían al entrar. Las pruebas me resultaron interesantísimas, nada era preparado, ni siquiera las condiciones, pues se decidían allí mismo mediante juegos de casualidad que acababan determinando las bases a partir de las cuales debíamos inspirarnos.

Al terminar, el jurado compuesto por escritores (de los que escriben de verdad, en la vida real), puntuaban los relatos diciendo en alto la nota y el pseudónimo del autor, que era el nombre con el que firmábamos abajo antes de entregar nuestro caramelito literario (o catástrofe, en mi caso), todo en plan misterioso.

Plumas y bolis volaban rellenando hojas de colores con lo primero que asaltaba sus mentes, música ambiente a veces un poco difícil de asimilar en tal contexto (lo cual también suponía un reto y una superación innegable), lo justo de seriedad, y muchas ganas de más.

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Los mejores se fueron con botella de vino a casa, y algún que otro diploma, para dejar la victoria por escrito; nunca mejor dicho.

¡Gracias Espai Llimera!

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